El niño escondido: los probos y el réprobo*

Por Joaquín Caretti

Me llega un mensaje de mi amigo Emilio Silva -presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH)- donde se ve una foto titulada «Niño escondido», existente en el Archivo Regional de la Comunidad de Madrid gracias a la donación de María del Carmen Ibeas Laguna.

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Niño escondido. ARCHIVO REGIONAL DE LA COMUNIDAD DE MADRID (DONADA POR Mª DEL CARMEN IBEAS LAGUNA)

El impacto es inmediato: la foto conmociona. Tristeza en blanco y negro. La posguerra: año 1940. Un grupo de escolares con edades variables entre 7 y 12 años, bien aseados, de espalda, extienden enérgicamente su brazo derecho -la palma mirando el suelo- hacia la bandera de España. Uno, en el medio, da vuelta su rostro y mira curioso hacia la cámara. Se ve también a un adulto, delgado, con gafas, ubicado a un costado, que los acompaña con el mismo gesto.

Están todos de pie delante de un edificio cuya arquitectura -cercana al estilo neomudéjar típico de Madrid- recuerda a la que aún se ve en algunos barrios de lo que entonces era la periferia, como Hortaleza y Canillas. Construcciones populares fruto de la ingente inmigración de fines del siglo XIX. Una planta única de ladrillo visto, cuatro ventanas amplias y enrejadas, una puerta de buen tamaño, techo de tejas y una cierta voluntad del constructor de darle alguna gracia al edificio mediante juegos con el ladrillo que adornaba ventanas y fachada. No tenemos datos del entorno, pero parece situarse en un lugar no muy poblado. La bandera, colocada delante de la puerta, muestra un mástil alto y desproporcionado con respecto al tamaño de la construcción.

Podemos inferir que se trata de alumnos con su profesor, cantando el Cara al Sol antes de entrar a clase, hecho muy habitual en esos años de la dictadura franquista. Nada nuevo agregaría esta foto a las tantas conocidas de saludos fascistas en las escuelas, a no ser por un detalle que inmediatamente reclama nuestra atención. En el costado derecho de la misma, fuera de la escena principal y apoyado en una pilastra, vemos a un niño rubio con flequillo y pantalones cortos, más pequeño que el resto, quizás de unos 5 años. Mira a la cámara, serio. No se ha sumado al homenaje. Nadie, salvo el fotógrafo, hace caso de su situación, sea esta voluntaria u obligada. El contraste es brutal: los adoctrinados en la reverencia y adhesión a una dictadura y el que está fuera. Todos a una, menos uno.

¿Por qué fue tomada está foto? ¿Qué pretendía capturar? ¿Quién la hizo? Parece ser una foto preparada, probablemente por el profesor o el director, quizá por el alcalde, para mostrar la adhesión de la escuela al Movimiento Nacional. ¿Obligados? ¿Convencidos? ¿Fue su manera de conservar el puesto? ¿Quisieron sumar su granito de arena a la lucha contra el comunismo y mostrar su amor por el Caudillo? No podemos saberlo. El gran tamaño de la bandera sorprende, parece ajena y llevada allí ex profeso para tomar la foto, lo cual confirmaría la hipótesis de un acto preparado con esmero.

Las investigaciones que ha iniciado la ARMH sitúan la escuela en el barrio de Canillas de Madrid y se sabe que la llamaban la «Escuela de Don José», construida en 1926. El antiguo pueblo de Canillas fue absorbido por el crecimiento de Madrid y hoy está totalmente urbanizado. Sin embargo, parece ser que alguien compró el solar donde estaba la escuela y conservó sus ruinas, hoy bien encaladas y cuidadas, sin su techo de tejas. Aún no se sabe quién ha sido y cuál fue el motivo.

¿Por qué ese niño pequeño está apartado de la escena, como escondido, pero no del todo? ¿Lo hizo voluntariamente porque no quería cantar? ¿Se fue a esconder? Tan pequeño no parece probable que pudiera tomar esa decisión. ¿O es simplemente un capricho lo que lo apartó del grupo? Posible. ¿O por su edad no cantaba y entonces lo mandaron fuera? También posible. ¿O, como infieren algunos, el lugar le fue indicado por el profesor como castigo, por ser hijo de republicano y, por lo tanto, no ser merecedor de cantar tan señalada canción con sus compañeros en un día donde van a ser fotografiados? Es probable. Pero ¿por qué el fotógrafo toma toda la escena y no se concentra exclusivamente en el grupo del homenaje? Podemos pensar, sin aseverarlo, que quiso incluirlo en la foto para ejemplarizar o para guardar para la posteridad lo que hacía el régimen con los hijos de los desaparecidos/paseados: los probos y el réprobo. El odio que dominó la posguerra se ve reflejado en esta sencilla fotografía más allá de la verdad histórica de la misma.

Hoy asistimos preocupados al auge de la misma ideología travestida de democracia. En medio de la peor situación vivida por España en un siglo y cuando los muertos y los enfermos se multiplican, un partido político, con la complicidad poco disimulada de otro, convoca a derribar al Gobierno. Manifestaciones, caceroladas, declaraciones rimbombantes y absurdas, pretenden inflamar a la ciudadanía que lleva confinada más de dos meses y está llegando al límite de la angustia y la desesperación ante la imposibilidad de ver a su seres queridos, de trabajar y de continuar con sus lazos sociales. Piden la renuncia inmediata del Gobierno y lo hacen responsable de la situación. Esto no es la política, esto no es hacer política. Es, más bien, una llamada al odio y a la guerra allí donde la política fenece. Difícil explicar por qué -cuando lo que se necesita es un frente común y solidario para combatir una enfermedad que hace estragos y proteger al pueblo- un sector político quiere incendiar el país, aunque esto implique hacer más terribles los efectos propios de la pandemia. Es el mismo odio del cual la foto testimonia.

El odio es una pasión que ataca el lazo social y busca la destrucción del otro. Se aparta de lo que Chantal Mouffe denomina una «democracia agonista» entre adversarios que comparten ciertos valores comunes y que se despliega en la arena de la política. El odio no respeta, no dialoga, no discute. El odio tiene enemigos. El odio quiere lo que el otro tiene porque considera que eso le pertenece y vale cualquier medio, incluso el más vil, para recuperarlo. El odio es profundamente antidemocrático, es la entronización del yo en desmedro del otro. No conoce límites ni acepta moderar su afán en aras de la convivencia comunitaria.

Si estos partidos se sintieran con las fuerzas suficientes levantarían a las masas, y a quien fuera necesario, para echar de la Moncloa a un gobierno legítimo que, la profundidad de su odio quiere ilegitimar como sea porque los que gobiernan hoy -los «social-comunistas»- son los perdedores de la Guerra Civil y han vuelto gracias a la democracia. Se sienten despojados de sus tradiciones, alejados de un poder ganado a sangre y fuego en la Guerra Civil y, finalmente, imposibilitados de imponer su modo de entender el mundo, modo que para ellos es el único verdaderamente legítimo. De ahí deviene la permanente irritabilidad y la irresponsabilidad política que muestran sus actos. Se trata de los descendientes, los hijos y nietos del odio y la venganza que imperó a partir del 36, de los que se sienten permanentemente amenazados y sojuzgados por el retorno de la democracia desde hace más de 40 años y mucho más ahora, cuando se ha roto el bipartidismo. Difícil situación se le presenta a la democracia cuando la pasión mortífera se desata y encuentra tantos adláteres que la incluyen como compañera de ruta. Vuelve la idea de probos y réprobos.

Sepamos que ser un réprobo era el único título digno al cual se podía aspirar durante la dictadura. Quizá ese niño, ya mayor, lo tuvo claro. Hoy, la democracia defiende otra cosa: un mundo más justo e igualitario donde cada uno pueda vivir en comunidad su singularidad.